
La llama de una vela

La llama de una vela, la expresión más común pero, quizás, la más hermosa del fuego, rara vez deja de atraer el ojo humano, que rara vez es indiferente a su titilante encanto. Aunque siempre la misma, la llama nunca repite sus movimientos armoniosos. Esforzándose por capturar la danza resplandeciente de la llama, por desgracia, un artista debe conformarse con uno solo de sus innumerables contornos.
Quizás la variabilidad de la llama apunte a sus muchos símbolos.
La llama de una vela es la expresión más tierna del fuego. Aparentemente frágil, vacilante, parpadea necesitando protección. Renaciendo continuamente de la cera que la sustenta y la nutre, se disuelve en el aire. En un altar, especialmente durante la Santa Misa, su ternura recuerda la bondad infinita de Dios, su amor ardiente y la protección de sus frágiles hijos.
San Buenaventura escribe que el fuego calienta el amor de Dios en nosotros. Es decir, la contemplación del fuego y de la llama puede avivar en nosotros el amor del Creador de las maravillas, aunque el pensamiento de Él no sea explícito.
Para producir luz, la vela se consume a sí misma en “sacrificio”. Así como el fuego transforma la cera, las gotitas de cera reunidas alrededor de la llama son como otras tantas lágrimas de sacrificio; así también el sacrificio purifica nuestras almas.
Así, en el altar, la llama eleva suavemente nuestra mente a Nuestro Señor Jesucristo, Luz del Mundo, que se ofreció y se consumió como víctima por todos.
Por un lado, al contemplar el fuego, sus misterios calientan nuestros pensamientos. El fuego es luz para nuestros ojos, protector del frío y purificador, pero también puede destruir.
Por otro lado, la llama frágil y vacilante de una vela recuerda al hombre contemporáneo cuán frágil es el amor de Dios en este mundo. Una sola persona que ama verdaderamente a Dios puede encender muchas almas. Hay santos, como san Bernardo y santa Teresa de Ávila, que incendian naciones y continentes. Pero el ímpetu del amor de Dios puede ser sofocado por las tentaciones, especialmente en los días inicuos en que vivimos.
Santo Tomás de Aquino anota que, en su verticalidad, la llama busca elevarse. Este movimiento natural es uno de sus símbolos. En el altar, el parpadeo ascendente dirige nuestra mirada, pensamientos y deseos hacia Dios en lo alto. Sursum Corda, “Levantad vuestros corazones”, Habemus ad Dominum, “Los hemos elevado al Señor”.
Cuando entramos en una iglesia vacía, nada es más reconfortante que las velas encendidas en el altar de Nuestra Señora o el de un santo. Desde la distancia su luz proclama la fe viva y la devoción persistente, su resplandor nos acoge y nos protege. Nos arrodillamos junto a un altar lateral para orar y los minutos pasan volando. Tarde o temprano debemos irnos; pero podemos encender una vela que simbólicamente ocupará nuestro lugar y arderá mientras estemos fuera.
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