Mayo: El Mes de María

Durante el mes de mayo, mes de María, sentimos una protección especial de Nuestra Señora que se extiende a todos los fieles; sentimos una alegría especial que resplandece e ilumina nuestros corazones expresando la certeza universal de los católicos de que el indispensable patrocinio de nuestra madre celestial se hace aún más tierno, más amoroso y más lleno de visible misericordia y de exorable condescendencia durante su mes de mayo.

Incluso pasado el mes de mayo, queda un remanente de esto si hemos aprovechado esos treinta y un días especialmente consagrados a Nuestra Señora. Nos quedamos con una devoción acrecentada, una confianza más viva y, por así decirlo, una intimidad tan acrecentada con la Virgen que en todas las vicisitudes de la vida sabremos suplicarla con respetuosa insistencia, esperar en ella con confianza invencible y agradecer ella con humilde ternura por todo el bien que nos hace.

Nuestra señorita

Nuestra Señora es la Reina del Cielo y de la Tierra y, al mismo tiempo, nuestra madre. Entramos en el mes de mayo con esta convicción, y se arraiga más profundamente en nosotros cuando lo dejamos, fortaleciendo nuestra fe y aumentando nuestra fortaleza.

Mayo nos enseña a amar a María Santísima por la gloria que justamente posee y por todo lo que representa en los designios de la Divina Providencia. Nos enseña también a ser más constantes en nuestra unión filial con María.

Los niños nunca están más seguros de la vigilancia amorosa de sus madres que cuando sufren. Toda la humanidad sufre hoy; todos los pueblos sufren. Sufren de todas las formas imaginables.

Tormentas de impiedad y escepticismo barren las mentes, y locos torbellinos de todo tipo de mesianismos las asolan. Ideas nebulosas, confusas y temerarias se filtran en todos los medios y engañan no sólo a los miserables ya los tibios, sino a veces incluso a aquellos de quienes se espera una mayor constancia en la Fe.

Los que son tenazmente fieles al cumplimiento del deber sufren todas las adversidades que encuentran por su fidelidad a la Ley de Cristo. Sin embargo, los que transgreden la Ley también sufren, porque sin Cristo todo placer no es más que amargura, y todo gozo es una mentira.

Los corazones sufren, desgarrados por la guerra psicológica revolucionaria, tan intensa en nuestros días. Los cuerpos sufren, empobrecidos por el trabajo, socavados por la enfermedad, abrumados por necesidades de todo tipo.

El mundo contemporáneo podría asemejarse al tiempo en que Nuestro Señor nació en Belén: Su boca torturada se abre con un gemido fuerte y agonizante, el gemido de los malhechores que viven alejados de Dios y el gemido de los justos que viven atormentados por el malhechores

Cuanto más sombrías se vuelven las circunstancias y más atroces crecen los dolores diversos, más debemos pedir a Nuestra Señora que ponga fin a tanto sufrimiento no solo para nuestro propio alivio, sino para el mayor beneficio de nuestras almas. La sagrada teología dice que las oraciones de Nuestra Señora anticiparon el momento de la redención del mundo por el Mesías. En este angustioso momento de la historia, pues, volvamos con confianza la mirada a Nuestra Señora, pidiéndole que acelere el gran momento que todos esperamos, cuando un nuevo Pentecostés encienda faros de luz y esperanza en estas tinieblas y restablezca el reino de Nuestra Señor Jesucristo en la tierra.

Debemos ser como Daniel, a quien la Sagrada Escritura describe como el "desideriorum vires decir, un hombre lleno de grandes deseos. Deseemos muchas cosas grandes para la gloria de Dios. Pidámosle siempre a Nuestra Señora todo. Y, sobre todo, pidámosle aquello que la Sagrada Liturgia nos pide. Dios:

"Emitte Spiritum tuum et creabuntur, et renovabis faciem terrae" (Envía tu Espíritu, y serán creados, y renovarás la faz de la tierra).

Debemos pedir, por mediación de Nuestra Señora, que Dios nos envíe una vez más el Espíritu Santo con la plenitud de sus dones para que su reino sea creado de nuevo y purificado por una renovación de la faz de la tierra.

En la Divina Comedia, Dante escribió que orar sin el patrocinio de Nuestra Señora es como querer volar sin alas. Confiemos entonces a Nuestra Señora este anhelo y deseo de corazón. Las manos de María serán para nuestra oración un par de alas puras que la llevarán con certeza al trono de Dios.

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